Mamá y yo por fin hacemos algo juntas, algo que nos ha vuelto a unir: enterramos un cadáver.

Mamá y yo por fin hacemos algo juntas, algo que nos ha vuelto a unir: enterramos un cadáver.

Siempre me dice que no juegue con canicas, porque eso no es para niñas; pero después de esta noche, tal vez cambie de opinió.
”Él” entró a mi cuarto, rebanando el silencio con sus pasos. La ventana estaba abierta, así que la luna podía ver lo que pasaba adentro. Supongo que mi madre lo escuchó levantarse, pero como siempre no hizo nada. No la culpo, a su rostro hinchado no le cabe un golpe más.
“Él” caminó alrededor de la cama, como un águila decidiendo desde que ángulo atacar. Encontró mi cuerpo cubierto con una sábana y sus dedos no esperaron. Supongo que enfureció al darse cuenta de que sólo tocaba una almohada. Se puso de pie, y aunque la oscuridad no me permitió ver su expresión, estoy segura que no era amigable. Fue ahí cuando abrí la puerta del ropero y presioné el gatillo.
Un chorro de agua fría salió disparado como flecha, empapándole la cara y el pecho. Él retrocedió y entonces las canicas hicieron su trabajo. Su cuerpo perdió equilibrio al resbalar con un montón de planetas diminutos. La ventana detrás de él parecía un monstruo con la boca abierta. La luna y yo escuchamos su pesado cuerpo estampándose en el jardín.
Mi madre subió a la habitación. ¿Qué hiciste?, dijo sin poder disimular el alivio que sentía, con una alegría reprimida en su supuesta cara de preocupación.

En el jardín hay mucho espacio. Esta madrugada, las cuatro trabajamos juntas: mi madre, yo, la luna y una pala.

Santiago Pedraza
Foto: Ania Tomicka

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