LA CONFESIÓN DE SHARON - EL EXORCISTA




Me llamo Sharon Spencer, escribo esto tras una larga y dolorosa experiencia, es la única manera en la que dejo constancia del horror y en la cual me exculpo, de explicar el porqué de mi elección: HE DECIDIDO SOMETERME A LA VOLUNTAD DEL DIABLO. No puedo resistirme. No puedo decir que no. Sobre todo, después de lo acontecido en aquellos días.

Llevo años al servicio de la actriz Chris MacNeil. Mi trabajo consiste básicamente en el cuidado y atención de su hija Regan,

una adolescente de apenas doce años. Su madre siempre anda entre rodajes y fiestas de la alta sociedad de Georgetown, ciudad donde por lo pronto residimos.

En aquel tiempo, ninguno de nosotros imaginaba que los cambios, tanto físicos como psicológicos, acompañados de los fenómenos paranormales que sufría Regan, fueran producto de una posesión demoníaca. Y para cuando el padre Damien Karras, tras mucho suplicarle, acudió en auxilio de la pobre niña, yo ya me sentía perdida.

En un momento en que el padre Karras y yo nos quedamos a solas en la salita principal, algo me golpeó por dentro y me vi desabrochando dos botones de la blusa y exhibiéndome delante de él para que viera lo que quisiera, jadeando de excitación. El fuego de la chimenea acrecentaba aún más el ardor de mis jadeos, pero Karras apartó la mirada y alzó su mano hacia mí, a modo de barrera. Haciendo la señal de la cruz volvió sobre sus pasos. Su rechazo me dolió profundamente, ¿quién se creía que era? Decidí abordarlo de nuevo antes de que entrase en el cuarto de Regan, pero de pronto sentí aquel frío en la piel, la angustia, el miedo… y fascinación. El poder gélido que emanaba de la habitación y aquella batahola de berridos infernales, de oraciones cavernosas pronunciadas en latín, me dejaron paralizada.

Fui a la cocina, puse la tetera y le preparé un té a Chris, cuya palidez evidenciaba un estado de nerviosismo agudo. De repente, escuché unos susurros apagados que me erizaron la piel y me paralizaron el corazón. Evité fijar la mirada en un punto, ya que a la mínima distorsión creía ver diabólicas caras con ojos blancos y bocas abiertas.

Durante todo el largo proceso del exorcismo, no me sentía yo misma. A parte de la pobre Regan, ese demonio también mancillaba mi alma, condenándome a su encierro eterno... Dentro de mí se desarrolló una verdadera batalla; durante días (a escondidas de Chris) había leído varios libros sobre demonología y, finalmente, pude ponerle nombre a aquella entidad que martirizaba a la niña: Pazuzu. Y en mi fuero interno sabía qué el objetivo de Pazuzu, era consumir el cuerpo infantil hasta robarle el alma. Y sin embargo, yo estaba dispuesta a seguirle y realizar cualquier acto, por soez que fuese. Todo con tal de asimilar ese conocimiento, ese poder que me seducía cada vez más.

Chris, a mi lado, contemplaba el reloj de la repisa con ojos vacíos. Mordía sus uñas en un estado de nerviosismo tal que era imposible que atendiese a mis consejos de que descansara, que ya la avisaría cuando todo terminase. Arriba, un segundo sacerdote muy anciano (Lankester Merrin), también se afanaba en el ritual. Éste había sido categórico: no nos permitiría acceder a la habitación a menos que ocurriese algo les sobrepasase, y nos advirtió que los gritos serían insoportables, que habría actos para los cuales no íbamos a estar preparadas. No obstante, el padre Karras bajó un momento para coger agua y nos puso al corriente de la situación. Luego con la cabeza gacha y a paso lento, subió de nuevo a la habitación de Regan.

Chris recostó su cabeza contra el sofá, ahora sin dejar de mirar la cruz que sostenía entre sus dedos. Le dije que necesitaba salir un poco para tomar el aire. Antes de que me contestara caminé hasta el jardín trasero, crucé una pequeña puerta lateral de hierro forjado y desemboqué en una de las avenidas del barrio residencial.

Las farolas de neón ofrecían la danza de mi propia sombra, sin previo aviso oí un eco cavernoso: «Sucia, cerda…, vamos, entrégate de una vez…» En uno de los callejones oscuros; un vagabundo, tocándose descaradamente su entrepierna, me señalaba y sacaba su lengua como si fuera un perro rabioso.

Una fuerza poderosa y opresiva me obligó a cruzar la calle y ocultarme en el callejón junto al apestado y sucio vagabundo. Le bajé los pantalones, saqué su pene erecto y lo introduje en mi chorreante vagina. El olor nauseabundo de aquel tipo era insoportable; sin embargo, aquella fuerza animal empujaba mis caderas sobre él, haciéndome gemir de puro deseo. «Eso es furcia, entrégate al mal... sabemos lo que te gusta, y tendrás todo lo que deseas…, ahora hazlo, no te reprimas, y entrégame sus ojos…» En el momento que mi vagina se llenó de esperma, bramé igual que una bestia primitiva. Agarré por el cuello al extasiado vagabundo y de un mordisco le arranqué media yugular y la mastiqué.

El infierno: todo daba vueltas, la sangre me salpicaba, se oían los balbuceos del vagabundo. Éste desesperado trataba de defenderse pero todo fue en balde. Aquella fuerza primitiva hizo que mi mano derecha le estrujase el gaznate: el desgraciado se ahogaba en su propia sangre. Mi mano izquierda, moviéndose igual que una cobra, clavó las uñas en su ojo derecho. Lo arrancó de cuajo, sin miramientos. Con el globo ocular prendido entre mis dedos, abrí la boca y lo saboreé a placer hasta tragarlo. Acto seguido lancé de nuevo mi garra para sacar el otro ojo, el cual metí en la boca del vagabundo para acallar sus gorgoteos…

Enloquecida, salvaje, chupaba la sangre de la boca… los balbuceos del pobre desgraciado se hicieron más fuertes, y en ese momento temí ser descubierta. Escudriñe a mí alrededor… una piedra de considerable tamaño fue mi salvación, la cual estampé repetidas veces contra la cabeza del tipejo hasta que sus espasmos fueron cada vez más débiles. Su cerebro se desparramó por todas partes, trozos del cráneo saltando en el aire… una escena digna para honrar a mi nuevo Señor.

Regresé a la casa, moviéndome tan invisible y silenciosa como un fantasma. Me introduje en el cuarto de baño; el agua de la bañera me hizo sentir limpia, por dentro y por fuera. Pero la voz resonó de nuevo en mis oídos, nítida, clara e incisiva como una aguja: «Cuando termine con esa cría, tú serás la siguiente, ¡PERRA!»

¡Oh, Dios! Me arrepiento por mis pecados, pero no serás tú quién los juzgue. Yo, Sharon Spencer, entrego mi alma a Pazuzu, demonio de los abismos y servidor de Satán, padre superior de todos nosotros.

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